miércoles, 19 de octubre de 2011

EN LA COCINA



EN LA COCINA

     Nunca he sido buena en la cocina, es más, jamás me he sentido atraída por las cacerolas o sartenes. Pero eso no significa que no me guste comer, ¡me encanta! Sé valorar los buenos platos, la buena repostería y hasta los guisos hechos con cariño y dedicación. Todo se lo debo a mi abuela.  Ella siempre cocinaba en casa, no quería que nadie entrara en su territorio vallado por una mesa donde amasaba, trituraba, sazonaba o cortaba cualquiera de los ingredientes del día y que estaba situada de modo estratégico, como un parapeto que repele a cualquiera que se atreviera a levantar la tapa de cualquier cacerola, robara patatas fritas o pringara un poco de pan en sus salsas. Pero eso no significaba que no te quisiera en su fuerte, significaba que sólo podías estar en la cocina hasta el lugar que la mesa delimitaba.  Así que, si quería estar con ella y ver como guisaba o preparaba las galletas mi silla se quedaba al otro lado de la mesa y esperaba paciente la recompensa a mi esfuerzo, que casi siempre era una galleta, un trocito de carne, un poco de salsa para saber si estaba bien sazonada o cualquier otra cosa que preparara.
   Lo cierto es que me acostumbré a estar al otro lado de la mesa, saboreando lo que me ofrecía y extasiada de los aromas que envolvía la cocina. Mi abuela era capaz de preparar unas alubias o un conejo, un gamo o un cochinillo, una codorniz o un pato, con lo que  mi paladar se fue haciendo muy exigente. Aprendí a diferenciar texturas, aromas, matices de sabores que jamás pensé que sabría hacerlo. 
     Un día, tendría más de veinte años, le dije a mi abuela mientras cocinaba sus famosas empanadillas,  – Abuela, no quiero que pienses cosas raras, pero el día que tú faltes, ¿quién guisará en casa?, a mi no me gusta mancharme las manos ya lo sabes.
     Ella me miró muy seria, casi pensé que le había molestado mi observación, pero lo cierto es que ya rondaba los setenta y cinco, y aunque parecía tener una salud de hierro, siempre puede ocurrir algo y debíamos estar preparadas. Mi madre nunca quiso entrar en la cocina, entre otras cosas porque siempre terminaban discutiendo, y a mí no me gustaba meter las manos en un pollo o pelar patatas. Esperé su respuesta, que se demoró más de lo que había creído y entonces me dijo:
        Tienes razón niña,  creo que ha llegado el momento en el que me acompañes al otro lado de la mesa.
        ¡Oh no ¡ abuela yo no puedo estar ahí contigo. Siempre me has mantenido al margen, ¿por qué iba a querer aprender a cocinar?
        Pues porque también te he acostumbrado a comer bien, y no creo que nadie pueda hacerte lo que realmente disfrutas.
        ¿pero me mancharé mucho? , ¡odio ensuciarme las manos! Ya lo sabes.
Mi abuela sonrió y me emplazó al día siguiente en la cocina para hacer mi primer bizcocho, dijo que tendría que empezar por las cosas sencillas y divertidas.  A regañadientes asentí, ella conocía mi debilidad por su bizcocho de manzana.

 A la mañana siguiente entré en la cocina y pude verla desde una perspectiva diferente, algo que jamás había conseguido. Nada más entrar mi abuela me colocó un delantal y me puso un paño de cocina a un lado. Después me dijo que lo primero siempre era lavarse las manos con agua y jabón.
    Nos lavamos a la vez,  nos secamos las manos y pregunté:
        Bien, ya estoy preparada. ¿qué quieres que te dé?
        ¡Aaaaah no!, dijo mi abuela. Yo me colocaré al otro lado de la mesa, te daré la receta escrita y miraré como lo haces. Puedo ayudarte si algo no lo entiendes.
        ¡Abuela! No saldrá nada bien te lo advierto.
        Vamos niña, confío en ti. Has estado observándome durante años, todo es cuestión de ponerse. Venga ponte a leer la receta– me animó
Huevos, leche, manzanas,  harina, azúcar, levadura, mantequilla y un poquito de ron. Preparé en la mesa todos los ingredientes, pesé la mantequilla, la harina, el azúcar, las manzanas. Medí la leche y el ron. Busqué el batidor de varillas, el tamizador de la harina para mezclar la levadura y cuando tuve todo preparado me puse a leer la receta:
“Crea en un bol un volcán con la harina y mete en él los huevos que previamente has mezclado con el azúcar”
        Abuela, ¿cómo crees que voy hacer un volcán? , no vale con mezclar sin más. Yo no he visto nunca que hagas volcanes.
Evidentemente, para los entendidos mi pregunta era absurda, mi abuela soltó una gran carcajada, y cuando logró serenarse me comentó:
        Es una forma de decir que en el bol donde tienes la harina, hagas un hueco en el medio para que sea ahí donde introduzcas los ingredientes que has de mezclar.
        Y ¿no es más fácil decirlo como me lo dices ahora?
        Pero ¿no te das cuenta que es casi un volcán cuando lo haces?
Miré el bol y ciertamente parecía un volcán, los huevos eran el magma caliente (las yemas) y la harina la montaña nevada.
        ¿Hay más trucos?
        Bueno así recordando, la cola de pescado para las gelatinas.
        ¿Cola de pescado? , ¿desde cuándo el pescado es parte de la gelatina de fresa?
        Se llama así, no es que eches la cola de la merluza  niña, es que la  hoja de gelatina tiene forma de escamas nada más.
        Y¿ alguna otra cosa más?, pregunté un poco asustada
        Seguro que sí niña, pero eso lo iremos descubriendo poco a poco, ¿te parece?

Y así comencé mi incursión en el mundo de la cocina, ya no me importa que mis manos se ensucien,  todo es bueno viendo la cara de mi niña cuando disfruta de un bizcocho hecho de la misma forma que lo disfrutaba yo a su edad. Estoy deseando que tenga la edad suficiente para que pase al otro lado de la mesa.