viernes, 31 de mayo de 2013

UN ACCIDENTE








UN ACCIDENTE

   El equilibrio que había alcanzado en mi vida después de varios  años se  desvaneció esta mañana cuando el Inspector García apareció en el umbral de mi casa.
    Le miré extrañada, habían pasado más de diez años desde la última vez que le vi, seguía  igual, excepto por las incipientes canas en las patillas.
    De repente acudió a mi mente todo lo ocurrido. Fue como si volviera a pasar de nuevo, las lágrimas se agolparon en mis ojos y llevé mis manos a la boca para no gritar. Él enseguida quiso justificar su presencia con un “no es nada malo, se lo prometo”.
     Mientras le acompañaba a la sala recordé todo lo que aconteció entonces:
    “Mis padres no tenían una buena relación, lo sé porque les oía discutir muchas noches, pero mi madre no quería hablarme de ello. En varias ocasiones se había levantado con un moratón en la cara o en los brazos que ella me justificaba como golpes con las puertas o caídas desafortunadas.  Pero yo empezaba a sospechar que aquello era algo más  que eso.
   Todos los días me acompañaba al colegio, a pesar de tener edad para ir sola, pero ella siempre me decía que el próximo año, cuando fuera al Instituto, podría hacerlo. Siempre se despedía de mí con un beso y un te quiero, que se convirtió en una rutina a la que no dábamos la importancia que se merecía. Pero ese día, ese terrorífico día, fue diferente, porque cuando no había dado más de seis pasos en dirección a la puerta del colegio me llamó, me volví algo extrañada y me dijo “No olvides que te quiero”, sonreí y le dije adiós con la mano.
    Cuando salí de clase no encontré a mi madre  sino a mi tía, con unas enormes gafas de sol y muy nerviosa. Me acompañó a casa y en el camino no hizo más que llorar y sonarse la nariz. Y aunque le preguntaba una y otra vez que qué era lo que ocurría, que dónde estaba mí madre, fue incapaz de articular palabra. Al entrar en casa, estaban mis tíos, mi abuela, mis primos, todos con gesto serio y con lágrimas en los ojos. Estaba tan nerviosa que pregunté a voz en grito qué estaba pasando. Mi abuela me llevó a la cocina, me preparó un vaso de leche caliente y me obligó a tomarlo antes de decirme nada. Prácticamente lo bebí de un trago. Y entonces fue cuando me dijo que mi madre había tenido un accidente y había muerto. Creí morir en ese instante, mi madre era mi mundo y todo en vida giraba en torno a ella. Lloré, grité, rompí el vaso de leche contra el suelo e inculpé a mi padre. Pero mi abuela me dijo que él no tuvo nada que ver en el accidente. “¡Eso ya lo veremos!”, dije en un arrebato de ira.
     El resto fue muy deprisa,  me sentía inmersa en una especie de nube que me  llevaba de un sitio a otro sin poner nada de mi parte.  La enterramos dos días después, con ese vestido negro que tanto le gustaba y que le sentaba tan bien, pero no me dejaron verla. Recuerdo haber dejado unas rosas blancas sobre su tumba y un papel en el que escribí, “No olvides que te quiero”.
     El Inspector García se convirtió en un asiduo en casa, le llamaba todos los días para saber si padre tuvo algo que ver en el accidente, y tras un mes de investigaciones pudo asegurarme que no había tenido relación alguna. Aun así, no quise vivir con mi padre y me fui a vivir con mi tía. A mi padre no le importó y rehízo su vida, se volvió a casar con una mujer demasiado joven para él,  a la que podía ver casi todos los días y cuyo aspecto fue decayendo con el paso del tiempo. No hacía falta imaginar qué era lo que le ocurría.”
    Cuando entramos en la sala le invité a tomar un café.
     Usted dirá Inspector, estoy impaciente por saber qué le trae por aquí.
     La verdad es que no sé por dónde empezar señorita López— respondió el inspector mientras removía el azúcar en el café.
        —  María, por favor Inspector.
        —  Gracias María. No sé cómo podré explicarle todo esto, así que se lo contaré tal y como aconteció, ¿le parece bien?— preguntó el Inspector García.
     Por supuesto, cómo le resulte más fácil— respondí mientras me acomodaba en el sillón dispuesta a escuchar.
     Ayer acudió una mujer a la comisaria, que se identificó como Ángeles Martínez, esposa de Luis López.  Y nos dijo que había envenenado a su marido con raticida porque era incapaz de soportarlo más. Lo cierto, es que tenía la cara amoratada, los brazos, las piernas, señales de quemaduras de cigarrillos en el pecho y cicatrices diversas en muñecas. Acudimos a su domicilio y encontramos a su padre muerto en su cama.
     ¡Maldito cabrón!, se lo merecía Inspector, se lo merecía.
     Calma María, por favor. Aún no he terminado.
     Siga usted Inspector— dije mientras volvía a acomodarme en el sillón e intentaba calmarme
      Tuvimos que arrestar a Ángeles por homicidio, naturalmente. Y la llevamos al Hospital para valoración psiquiátrica y examen físico. Cuando registramos la defunción de tu padre saltó una alarma. Al parecer, si tu padre fallecía debíamos ponernos en contacto con cierta asociación llamada “Última esperanza”.
 Y llamé por teléfono, pensando que tuviera algún familiar internado en ese lugar, su madre o algún hermano. Pero no fue así.
     Podía habérmelo preguntado Inspector, mi padre no tiene familiar alguno.
     La verdad es que actualmente eso es cierto, pero sí existe cierta persona que tuvo relación con él hace unos diez años.
De repente todo empezó a darme vueltas, ¿qué era lo que quería decirme exactamente? ¡No era posible!…… ¿lo era?......
     ¿Qué quiere decirme Inspector?— supliqué con un hilo de voz.
     María, espero que esto no le trastorne  y sea un motivo de felicidad para usted. Su madre no falleció aquel día.
No pude escuchar más, perdí el conocimiento. Y cuando lo  recobré estaba tumbada en el sofá con los pies en alto y con el Inspector mirándome preocupado.
     ¿Está usted bien María?— me preguntó nervioso.
Me sentía mareada, pero le pregunté:
     Por favor Inspector, ¿es cierto que mi madre vive?, ¿dónde está?
    En cuanto se recupere y se sienta con fuerzas nos vamos a buscarla María, he quedado en ir con usted.
   Me levanté todo lo deprisa que pude, cogí el bolso y las llaves y me fui con él.

   Cuando llegamos y la vi, la reconocí enseguida, la abracé, la besé, lloré. Era incapaz de soltarla, estaba radiante y feliz.
   No hicieron falta explicaciones. Ahora podemos vivir felices y en paz.