EN LA COCINA
Nunca he sido buena en la cocina, es más,
jamás me he sentido atraída por las cacerolas o sartenes. Pero eso no significa
que no me guste comer, ¡me encanta! Sé valorar los buenos platos, la buena
repostería y hasta los guisos hechos con cariño y dedicación. Todo se lo debo a
mi abuela. Ella siempre cocinaba en
casa, no quería que nadie entrara en su territorio vallado por una mesa donde
amasaba, trituraba, sazonaba o cortaba cualquiera de los ingredientes del día y
que estaba situada de modo estratégico, como un parapeto que repele a
cualquiera que se atreviera a levantar la tapa de cualquier cacerola, robara
patatas fritas o pringara un poco de pan en sus salsas. Pero eso no significaba
que no te quisiera en su fuerte, significaba que sólo podías estar en la cocina
hasta el lugar que la mesa delimitaba. Así
que, si quería estar con ella y ver como guisaba o preparaba las galletas mi
silla se quedaba al otro lado de la mesa y esperaba paciente la recompensa a mi
esfuerzo, que casi siempre era una galleta, un trocito de carne, un poco de
salsa para saber si estaba bien sazonada o cualquier otra cosa que preparara.
Lo cierto es que me acostumbré a estar al
otro lado de la mesa, saboreando lo que me ofrecía y extasiada de los aromas
que envolvía la cocina. Mi abuela era capaz de preparar unas alubias o un conejo,
un gamo o un cochinillo, una codorniz o un pato, con lo que mi paladar se fue haciendo muy exigente.
Aprendí a diferenciar texturas, aromas, matices de sabores que jamás pensé que
sabría hacerlo.
Un
día, tendría más de veinte años, le dije a mi abuela mientras cocinaba sus
famosas empanadillas, – Abuela, no
quiero que pienses cosas raras, pero el día que tú faltes, ¿quién guisará en
casa?, a mi no me gusta mancharme las manos ya lo sabes.
Ella
me miró muy seria, casi pensé que le había molestado mi observación, pero lo
cierto es que ya rondaba los setenta y cinco, y aunque parecía tener una salud
de hierro, siempre puede ocurrir algo y debíamos estar preparadas. Mi madre
nunca quiso entrar en la cocina, entre otras cosas porque siempre terminaban
discutiendo, y a mí no me gustaba meter las manos en un pollo o pelar patatas.
Esperé su respuesta, que se demoró más de lo que había creído y entonces me
dijo:
–
Tienes razón niña, creo que ha llegado el momento en el que me
acompañes al otro lado de la mesa.
–
¡Oh no ¡ abuela yo no puedo estar
ahí contigo. Siempre me has mantenido al margen, ¿por qué iba a querer aprender
a cocinar?
–
Pues porque también te he
acostumbrado a comer bien, y no creo que nadie pueda hacerte lo que realmente
disfrutas.
–
¿pero me mancharé mucho? , ¡odio
ensuciarme las manos! Ya lo sabes.
Mi abuela sonrió y
me emplazó al día siguiente en la cocina para hacer mi primer bizcocho, dijo
que tendría que empezar por las cosas sencillas y divertidas. A regañadientes asentí, ella conocía mi
debilidad por su bizcocho de manzana.
A la mañana siguiente entré en la cocina y
pude verla desde una perspectiva diferente, algo que jamás había conseguido.
Nada más entrar mi abuela me colocó un delantal y me puso un paño de cocina a
un lado. Después me dijo que lo primero siempre era lavarse las manos con agua
y jabón.
Nos lavamos a la vez, nos secamos las manos y pregunté:
–
Bien, ya estoy preparada. ¿qué
quieres que te dé?
–
¡Aaaaah no!, dijo mi abuela. Yo me
colocaré al otro lado de la mesa, te daré la receta escrita y miraré como lo
haces. Puedo ayudarte si algo no lo entiendes.
–
¡Abuela! No saldrá nada bien te lo
advierto.
–
Vamos niña, confío en ti. Has
estado observándome durante años, todo es cuestión de ponerse. Venga ponte a
leer la receta– me animó
Huevos, leche,
manzanas, harina, azúcar, levadura,
mantequilla y un poquito de ron. Preparé en la mesa todos los ingredientes,
pesé la mantequilla, la harina, el azúcar, las manzanas. Medí la leche y el
ron. Busqué el batidor de varillas, el tamizador de la harina para mezclar la
levadura y cuando tuve todo preparado me puse a leer la receta:
“Crea en un bol un
volcán con la harina y mete en él los huevos que previamente has mezclado con
el azúcar”
–
Abuela, ¿cómo crees que voy hacer
un volcán? , no vale con mezclar sin más. Yo no he visto nunca que hagas
volcanes.
Evidentemente, para
los entendidos mi pregunta era absurda, mi abuela soltó una gran carcajada, y
cuando logró serenarse me comentó:
–
Es una forma de decir que en el
bol donde tienes la harina, hagas un hueco en el medio para que sea ahí donde
introduzcas los ingredientes que has de mezclar.
–
Y ¿no es más fácil decirlo como me
lo dices ahora?
–
Pero ¿no te das cuenta que es casi
un volcán cuando lo haces?
Miré el bol y
ciertamente parecía un volcán, los huevos eran el magma caliente (las yemas) y la
harina la montaña nevada.
–
¿Hay más trucos?
–
Bueno así recordando, la cola de
pescado para las gelatinas.
–
¿Cola de pescado? , ¿desde cuándo
el pescado es parte de la gelatina de fresa?
–
Se llama así, no es que eches la
cola de la merluza niña, es que la hoja de gelatina tiene forma de escamas nada
más.
–
Y¿ alguna otra cosa más?, pregunté
un poco asustada
–
Seguro que sí niña, pero eso lo
iremos descubriendo poco a poco, ¿te parece?
Y así comencé mi
incursión en el mundo de la cocina, ya no me importa que mis manos se
ensucien, todo es bueno viendo la cara
de mi niña cuando disfruta de un bizcocho hecho de la misma forma que lo
disfrutaba yo a su edad. Estoy deseando que tenga la edad suficiente para que
pase al otro lado de la mesa.
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