Cuando mi padre leyó la novela “Robinson
Crusoe” decidió, que si algún día tenía un hijo, le pondría el nombre del día
de la semana en el que naciera. Creo que
no pensó, ni por un segundo, que pudiera ser una niña. Así fue, pese a que mi
madre se opuso con firmeza antes, durante y después del parto. Antes, intentó disuadirle buscando nombres
como Marta, Ana, María, Inés… Durante el parto intentó persuadirle con el
sufrimiento que estaba padeciendo, y
después con lágrimas reales, que él, frío como un témpano, porque se
había informado de la depresión post parto, acalló mostrándole el nombre elegido en el Libro de
Familia.
¡Maldito lunes!, dijo mi madre, no para
maldecirme, sino que
esperaba que al menos hubiera nacido en miércoles, como la
hija de la familia Adams.
Lunes, nací un lunes y mi nombre por
tanto Lunes Marta. Marta fue un pequeño
regalo para intentar que la recuperación de mi madre fuera más rápida y que
cuando llegara a casa su vida no cambiara en exceso. Si, es cierto, mi padre
además de autoritario, era un poco, o más bien un mucho, egoísta. Por ser tan
autoritario, no consentía que nadie me llamara de otra forma que no fuera
Lunes.
Siendo un bebe no te importa cómo te
llamen, no te enteras de nada. Siendo niña las cosas cambian, cuando alguien te
pregunta tu nombre y le dices que es Lunes, siempre te contestan:
—
¡Qué niña más encantadora!, no cariño, no
te pregunto por el día qué es, sino ¿cómo te llamas?
Y cuando insistes que te llamas Lunes, sus caras
lo dicen todo. Así que, siendo niña me di cuenta que mi
vida no iba a resultar nada fácil llamándome de esa forma, ¿por qué tuve que
nacer un lunes? Aunque pensando con más cautela, dentro de lo malo, no era tan
malo, si hubiera nacido unos minutos antes me hubiera llamado Domingo (o aún
peor Dominga, ¿os imagináis?)
Llevé mi nombre con cierto orgullo, un
orgullo inculcado por mi
padre, pero sólo hasta que decidí que Marta me gustaba
mucho más. Evita las bromas, las risitas tontas, contar el por qué de mi nombre
y mil cosas más, las cuales me aburrían soberanamente. Evidentemente en casa mi
nombre era Lunes, pero cuando entré en el Instituto me convertí en Marta.
Mi padre no se enteró, no porque mis
amigos no vinieran a casa, sino porque él vivía en su mundo, un mundo al cual
no podía entrar. Ese mundo resultó ser un mundo de demencia. Durante años he
pensado por qué no cambió de idea y creo que fue por su carácter tan rígido, tan
tenaz, tan inflexible, tan seguro, que cómo había tomado su decisión, no podía
desdecirse, y menos ante mi madre.
No puedo culparle, sólo maldecir al lunes y a
Robinson Crusoe por darle la idea. Sigo llamándome Lunes Marta, pero sólo en el
carnet de identidad, para los demás, Marta.
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