miércoles, 13 de junio de 2012

TAXI!!!!




TAXI!!!




 Reconozco que desde la infancia los coches han ejercido un poder especial sobre mí. La primera vez que subí a uno fue a los diez años aproximadamente. Recuerdo que era un coche negro, de asiento corrido, alto y con un gran espacio para acomodarse. El volante era grande y la palanca de cambio tenía una gran bola negra, muy brillante, que me llamó la atención. Durante el trayecto miraba constantemente al conductor, mi madre intentaba vanamente sujetarme en el asiento. No podía dejar de mirar como movía la palanca de cambio o como se movía la manecilla del velocímetro. No dejé de preguntar al taxista por cada uno de los mandos del vehículo, pese a que mi madre me reprobaba cada dos por tres.   Reconozco que aquel hombre tenía una infinita paciencia.
   Desde aquel día, supe que mi profesión estaría relacionada con el mundo del automóvil. Y así fue. Logré sacarme la licencia para conducir a los 19 años y al año siguiente ya podía conducir todo tipo de vehículos. Conducir y viajar, ¡¿se puede vivir mejor?!
      Mi primer trabajo fue de camionero, trasportaba todo tipo de frutas y verduras un día y al siguiente podía llevar madera o coches. Durante unos diez años fui feliz en la carretera. Pero empezaba a echar de menos tener un lugar donde descansar todos los días o alguien con quien hablar cuando me acostara. Así que, con el dinero que conseguí ahorrar y un préstamos a diez años logré hacerme con una licencia de taxi y un coche en Madrid. Mi vida iba a ser más sedentaria, era consciente, pero al menos no dejaba de conducir.
    Recuerdo perfectamente a mi primer pasajero. Era un señor de unos cincuenta años, con traje gris marengo, zapatos brillantes, sombrero y bastón. Nada más subir le dije cortésmente un “Buenos días caballero”, pero su respuesta fue seca y contundente:
        C/ Mayor 75. He de llegar antes de 10 minutos. Dese prisa.
        Si señor, respondí.
Bajé la bandera e inicié mi camino. Durante el trayecto miraba al pasajero a través del espejo retrovisor. Estaba nervioso, sudaba ligeramente, los brazos cruzados eran señal inequívoca de no querer conversación, pero claro, eso no lo sabía entonces. Quise ser amable y le dije:
        ¡Hace un día estupendo! ¿verdad caballero?
        Quizá para usted, respondió.
Evidentemente tras aquellas tres palabras el viaje fue corto pero en silencio, ni siquiera le pregunté si deseaba escuchar la radio. Al llegar me dio un billete de 100 pesetas y se marchó sin decir nada.
¡Mal empezamos!, me dije, como todos sean así no creo que pueda trabajar mucho tiempo.
  Pero un mal comienzo no es señal de una continuación trágica. Y desde luego puedo aseguraros que no fue así. Han pasado más de treinta y cinco años y  a través de mi espejo  he contemplado el paso del tiempo y conocido a cientos de personas. Creo que soy capaz de identificar claramente a personas deprimidas, tristes, alegres, poco sociables, charlatanas, poco habladoras, intolerantes, sexistas, engreídos…. En fin de todo tipo y condición. 
   En mi coche han subido personalidades importantes, algún concejal, un ministro y una vez hasta el alcalde de Madrid. Pero la mayoría de mis viajeros han sido personas desconocidas, personas que han entablado conmigo conversaciones banales sobre el tiempo, han llorado, reído e incluso nacido entre las puertas de mi taxi.
 Si, si, una vez nació un niño que tenía mucha prisa, tanta que no logré llegar a tiempo a La Paz. Miraba a la mujer que soplaba con fuerza a través del retrovisor y le decía que aguantara que estábamos cerca del hospital, pero ella me devolvía la mirada negando con la cabeza. Y cuando entramos en Plaza Castilla con una voz dulce y sin gritar me dijo:
        Por favor pare el coche y ayúdeme, este niño no quiere llegar al Hospital.
Pedí una ambulancia por radio, indicando donde me encontraba y lo que ocurría.
La miré desencajado, quise decirle que yo no tenía idea de traer niños al mundo, pero su cara y su determinación cerraron mis labios. Paré el coche y  abrí la puerta de atrás. Coloqué la manta que tenía en el maletero  en el asiento y la mujer se tumbó. El bebé a los dos minutos asomaba a la vida.  Menos mal que la ambulancia apareció justo cuando el bebe rompió a llorar y no tuve que cortar el cordón. A veces sacamos ese valor que no creemos poseer.  Y como no podía ser de otro modo, fui su padrino.
   Podría contar mil y una historias de mis viajes en taxi, pero me quedo con esta. Por ser la más entrañable y la que con el paso del tiempo puedo decir que sé que ocurrió con el bebé. Actualmente tiene veinte años y cursa estudios en la Facultad de Medicina. Paradojas del destino, no quiere nacer en un hospital y su vida se verá ligada a uno durante muchos años.

No hay comentarios:

Publicar un comentario