TODA UNA VIDA
Elena no fue una niña afortunada, veía como día sí y día también, sus compañeros de cuarto dejaban sus camas para irse a vivir con sus nuevos padres. Y como aquellas camas volvían a tener otros ocupantes, y que pasado cierto tiempo estarían libres de nuevo.
No sentía envidia, porque había encontrado su lugar en el orfanato, ya tenía doce años y podía ocuparse de los más pequeños. Y le gustaba hacerlo, lo que sentía era una gran tristeza por tener que dejar marchar a muchos de aquellos niños a los que había mimado, acunado y querido.
Le gustaban las manualidades, y cuando las monjas le daban unos carretes de hilos de colores, hacía pulseras. Y decidió que cada vez que uno de sus pequeños amores se fuera a una nueva casa, le pondría una de esas pulseras y una pequeña nota bajo la ropa. En ella decía a la familia de acogida que guardaran aquella pulsera para que cuando creciera supiera que hubo alguien que le quiso cuando no tenía a nadie.
E imaginó, que quizá con el tiempo, podría encontrarles y descubrir que todo había salido bien. No era capaz de imaginar que les pudiera pasar nada malo a ninguno de ellos.
Pero los años pasaron, y cumplió los dieciocho, la edad en la que debía abandonar el orfanato. Fue un día triste, dejó pulseras y notas a todos sus niños. Con gran pesar y una pequeña bolsa cruzó la puerta para enfrentarse a su nueva vida. Las monjas habían logrado encontrarle un trabajo como sirvienta interna en una casa donde habitaba una pareja de octogenarios.
Allí trabajo durante quince años, hasta que ambos fallecieron. Pero su dedicación a ellos fue tal, que al no tener descendientes la hicieron única beneficiaria en su testamento. De este modo se encontró con 33 años siendo propietaria de una casa y con una pensión, lo suficientemente buena, como para dedicarse a hacer lo que realmente le gustaba. Estudió y se hizo Asistente Social. Poco después de terminar aprobó las oposiciones y solicitó trabajar en un orfanato. Así pasaron los años, y continuó haciendo lo mismo con sus pequeños, les hacía la pulsera y les entregaba la nota a los padres adoptivos.
Al cumplir los 65 años, la obligaron a jubilarse. Fue el segundo peor día de su vida, se sentía tan triste que era incapaz de abrir por última vez la puerta de su despacho y salir para no volver. Miraba su despacho con lágrimas en los ojos, contemplaba las fotos de todos y cada uno de los niños a los que quiso mientras estuvieron con ella y el corazón se le encogía cada vez más.
Al final, con gran pesar y cabizbaja abrió la puerta, notó un gran silencio, levantó su mirada del suelo y vio un numeroso grupo de personas que la estaban mirando.
Atónita preguntó que qué era lo que deseaban. Y entonces, todos a la vez, mostraron sus muñecas adornadas con pulseras de hilos de color.
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