miércoles, 22 de junio de 2011

TREINTA AÑOS

-          ¡Ya estoy en casa mamá!
-          ¿Qué tal el día en la playa?
-          ¡Genial!,  ¿sabes?,  hemos encontrado a un señor un tanto extraño paseando por la playa.
-          ¿Qué clase de señor?, ¿no habréis hablado con él, verdad?- preguntó un tanto preocupada la madre.
-          Hemos hablado con él mamá, nos preguntó si la playa era la que estaba buscando, no íbamos a ignorarle, somos educados. Además nosotros éramos veinte, no creo que pudiera hacernos nada.
-          ¿Cómo era?, quiero decir ¿qué aspecto tenía? – preguntó con cierta curiosidad la madre
-          Tendría unos cincuenta años, bueno eso creo, pelo canoso y recogido en una pequeña coleta en la nuca, ojos claros y una bonita sonrisa. Parecía muy agradable a pesar de dar la sensación de ser un hombre solitario. Nos preguntó si conocíamos bien la playa, si sabíamos que existía una pequeña cueva que solo aparece cuando baja la marea. Le dijimos que sí, ¡todo el mundo aquí la conoce!, ¿a que si?
-          ¿Os habló de la cueva?, preguntó de nuevo su madre
-          Si- respondió la hija. Nos dijo que hace muchos años prometió volver,  y hoy cumplía su promesa.
-          ¡Qué cosas!, ¿vas a merendar ahora o luego?
-          Más tarde mamá, voy a mirar mi correo del Messenger.
María sintió acelerar su corazón, ¿sería posible que después de tantos años volviera a casa?
Durante más de una hora estuvo sentada en la silla de la cocina, con la mirada perdida en el pasado, recordando aquellos ojos, aquellos labios, aquellos rizos oscuros que caían sobre la frente de Mario. Recordó las tardes de paseo por la playa, las confesiones, los ideales, las esperanzas de futuro que ambos tenían y que deseaban compartir.  Pero no contaban con que a veces, la vida da patadas sin mirar a quien lo hace y trunca los sueños de algunos.
Recordó el momento en el que Mario le propuso irse con él en aquel barco, sin destino, sin futuro, pero con la esperanza de encontrar al otro lado del mar un lugar donde comenzar juntos. Volvió a sentir aquel miedo a lo desconocido, aquellas ganas de irse con él a donde fuera, la alegría de sentirse completamente feliz.
Algunos dicen que nuestro destino está escrito, y el de María no debía ser viajar, pues tres días antes de que el barco zarpara sus padres sufrieron un grave accidente, tuvo que quedarse a cuidarlos. Quedaron en que cuando se recuperaran ella tomaría un barco para reunirse con él, pero su padre falleció y su madre se sumió en una depresión que la abocó a varios intentos de suicidio. De este modo el tiempo pasó, las cartas de Mario cada vez se espaciaban más en el tiempo hasta que dejaron de venir, y María aceptó su destino sin protestar. La última carta que le envió le decía que si después de treinta años no había podido ir a buscarle, él volvería a la playa y dejaría algo en el lugar secreto de la cueva. Guardó esa carta durante años, no quería olvidar su primer amor.
Tres años más tarde conoció al que fue su marido durante veinte años y del que tuvo dos hijos, Carmen y Pablo. Su matrimonio terminó el día en el que al descolgar el teléfono alguien le dijo que su marido había sufrido un accidente mortal.
  Se levantó de la silla dispuesta a ir a la playa, tenía que saber si aquel hombre era Mario.
  Hacía tanto tiempo que su corazón no se sobresaltaba de esa manera que se sintió algo mareada y tuvo que tomar aire en varias ocasiones para evitar perder el conocimiento. Se decía a sí misma que debía calmarse, pues quizá no fuera quien ella esperaba.
 La marea estaba baja, y pudo entrar en la cueva sin problemas. Fue directa al lugar que ambos conocían y encontró un pequeño cofre envuelto en un plástico. Con las manos temblorosas rompió el plástico y abrió el cofre, dentro un papel perfectamente doblado  con su nombre en letras mayúsculas. No fue capaz  de leer nada, las lágrimas no dejaban de salir de sus ojos, y la oscuridad de la cueva no favorecía la lectura. Salió de la cueva apretando la nota contra su pecho, notando que su corazón latía con aún más fuerza. Se sentó en una pequeña roca, respiró despacio varias veces y desdobló la nota.
 Seguía llorando sin poder parar, sorbiendo, hipando y diciendo en alto que era una tonta.
 Tan absorta estaba en sus pensamientos, tan nerviosa intentando leer, que no se dio cuenta que alguien estaba situado en su espalda.
-          María, ¿eres tú? Preguntó el hombre
María se puso en pie de un brinco y miró aquel hombre. Los años habían hecho mella en su cara, estaba surcada de arrugas, con ese moreno típico de los hombres de mar. Pero su mirada no había cambiado.
-          Mario ¿eres tú? Preguntó ella mientras las lágrimas y la sonrisa iluminaban su cara.
Los pescadores miraron la playa, una pareja paseaba mientras mantenían una conversación que parecía ser muy amena. 

miércoles, 8 de junio de 2011

VIDAS CORRIENTES


   Olaf vive en Suecia, es un hombre poco hablador, pero con una educación exquisita. Siempre ha sido la diana de los comentarios de sus vecinos de portal, pues no le conocen amigos ni mujeres. Un solitario que vive en comunidad.
  Nadie ha cruzado nunca el umbral de su puerta, aunque muchos lo han intentado con la excusa de la taza de azúcar o un huevo para el rebozado, pero amablemente les dice que esperen un momento y cierra su fuerte. Al momento vuelve a abrirlo y les ofrece lo que le han pedido.
    Es evidente que las ganas de conocer cómo vive, de saber cómo es su casa o que hace para entretenerse todos los días es la fuente del cotilleo vecinal. Ni siquiera saben que es lo que come, porque no va al mercado, su compra llega a su casa en paquetes desde un hipermercado que no pertenece al barrio.
    Muchos especulaban que era un ex presidiario, otros que era hijo renegado de algún rico que lo había desheredado, otros que sufría mal de amores al ser abandonado por una mujer e incluso hay quien llegó a decir que era un asceta.
   Olaf sin embargo no es nada de eso, es solitario pero porque no le gusta que sus vecinos invadan su intimidad, no le agradaría tener que recibir a alguno de forma constante en su casa. Le gusta leer y escribir y por ello necesita tranquilidad. Le gustaría poder vivir en un lugar apartado, más solitario, pero necesita trabajar para poder mantenerse.  Trabaja en una oficina y se encarga del correo. Saluda muchas veces al día, pero no tiene un compañero con el que charlar, así que se ha acostumbrado a trabajar en silencio. Hecho que a su vez fomenta su imaginación y le proporciona las ideas para sus novelas. Actualmente lleva publicadas tres, pero nadie sabe que es él, usa un pseudónimo. Ahora escribe una novela que espera llegue a ser un best- seller y pueda lograr, con sus ventas, comprar una pequeña casa en el campo donde dedicarse enteramente a lo que más le gusta, escribir.
     Su musa es Svetlana, una mujer menuda y tímida, secretaría de uno de los abogados de su empresa, pero ella no lo sabe, ni siquiera se ve reflejada en la novela que él mismo le regaló por su cumpleaños.   ES una mujer dulce, tan poco habladora  y tímida como él.
  Se conocen desde hace más de quince años, se  felicitan en los cumpleaños y Navidades, pero jamás han salido juntos.  Más de una vez se han sorprendido mirándose de reojo y ambos han desviado la mirada volviendo a sus quehaceres.
  Sin embargo hoy ha sucedido algo. Svetlana se miraba en su espejo de bolsillo.  Olaf pensó que quizá quería retocarse el maquillaje, pero pudo comprobar que su expresión al mirarse en él se había entristecido, la conocía demasiado bien. Se acercó a ella, tan sigilosamente que no se enteró que le tenía en su espalda hasta que su imagen se reflejó en el espejo.
 Olaf se acercó a su oído y con una voz tenue le dijo:

       -  Por muchas arrugas que te veas, yo siempre te miraré como el primer día que te vi.
Svetlana se dio la vuelta, le miró a los ojos y le dijo.
        - El tiempo ha marcado  su paso en mi cara, pero si a ti no te importa a mí tampoco.

Se sonrieron y ambos volvieron a sus quehaceres, como todos los  días.