¿Y ahora?
Miraba por la ventana intentando
imaginar cómo serían sus días a partir de entonces. Año y medio de paro, no
garantizado, posibilidad de que no dejen de ofrecerle trabajos para los que
está altamente cualificado pero paupérrimamente pagado o trabajos que no tienen
relación con sus capacidades.
Allí sentado, mirando la calle sin ver, su
mente no dejaba de imaginar situaciones irreales que iba desterrando a medida
que surgían. Hasta que una de ellas ocupó su tiempo más que el resto, tanto,
que hasta se levantó de la silla y se dirigió a su escritorio. Abrió uno tras
otro los cajones, revolviendo y buscando de modo automático, hasta que ¡vualá!
Apareció su pluma Mont Blanc.
Aquella pluma fue el artífice de sus mayores
logros, no había examen que no hubiera sido escrito con ella en los años de
carrera. La miró con cierta nostalgia y abrió el capuchón, parte de la tinta
negra que usaba se había quedado seca en el plumín de oro. Desenroscó la parte
superior y se dirigió al lavabo para limpiarla cuidadosamente. No daba crédito
a pensar que había sido capaz de abandonarla en el escritorio sin haberla
limpiado antes. Y cómo una cosa lleva a la otra, (la mente va de por libre),
recordó que tras su último examen la dejó en el cajón pendiente de su cuidado, pero
no volvió a abrirlo. Llamadas, viajes, amores, trabajo y no tener demasiado
tiempo hicieron que olvidara a esa amiga fiel durante años.
Tardó varios minutos en dejarla cómo nueva y
volvió al escritorio para buscar cartuchos de tinta, pero los que encontró
estaban secos. Así que, se calzó sus zapatillas y bajó a la papelería con su
pluma dispuesto a encontrar los cartuchos que precisaba. Pero el tiempo pasa
para todo, y no encontraba cartuchos de repuesto. Su cara ante el dependiente
debió ser un poema, tenía la decepción escrita en la frente, y quizá por ello,
o porque era así de amable, le indicó la forma de rellenar los cartuchos vacios
con tinta de un tintero y una jeringa. Se lo agradeció infinitamente, y tras
comprar el tintero y un paquete de folios, se fue a la farmacia a buscar la
jeringa. La chica de la farmacia le miró un poco raro, tanto que dijo en voz
alta que necesitaba una jeringa para rellenar el cartucho de tinta con el
tintero que mostró a la chica.
Al volver a casa relleno un cartucho con la
tinta y comprobó que el plumín seguía en perfectas condiciones, era suave y
rápido, la tinta iba manchando el papel, primero brillaba y luego, al secarse,
se convertía en mate.
Con todo dispuesto en el escritorio, la pluma
y los folios, se dispuso a escribir la obra que durante años merodeó por su
cabeza.